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martes, 14 de febrero de 2023

A Ricardo Sanó lo están buscando para que se entregue después de asesinar mujer en San Pedro

SAN PEDRO DE MACORIS.-
Policías, amigos y familiares están buscando intensamente a Ricardo Sanó, el hombre que en un video se ve disparando y matando a quemarropa a una mujer en San Pedro de Macorís, la siniestra noche del domingo. Un primo quiere encontrarlo para que se entregue.

Eran las 9:45 p. m. cuando el hombre apretó el gatillo una vez, otra vez y otra vez, hasta arrancarle la vida a su ex Yajaira Henderson, de 36 años.

Una vez le disparó y la dejó sin aliento, se detuvo unos segundos a observarla: antes de escapar quería asegurarse de que había consumado el crimen, de que la mujer ya no volvería a vivir. Solo cuando estuvo seguro de la letalidad de sus disparos, se subió a su pasola, la encendió al tiro y huyó de la escena, convertido ya en un feroz asesino.

Ahora, después de manchar sus manos con sangre de mujer, Ricardo anda huyendo, metido por vericuetos oscuros, por sendas desconocidas, como un errante vulgar, como un fugitivo cobarde.

Si algo tiene el hombre es blindaje de barrio, sombrilla de nombre. Su hijo es, nada más y nada menos, el talentoso grandesligas Miguel Sanó, y él mismo ha gastado una larga e intensa vida en su natal San Pedro de Macorís.

Lo sucedido fue tan brutal, tan violento y miserable, que la desgracia es repasada con la sorprendente forma en que ocurrió. Ellos, el machazo y la mujer bonachona, se enredaron en una intensa y acalorada relación que devino en pleitos íntimos, en devaneos sentimentales. A su edad, el hombre atrapó a una mujer de otra mentalidad, en la que se empleaba para poner a prueba los resortes de su virilidad. Cada ocasión era para él un ejercicio fogoso, una gimnasia de músculos sudados. La aventura acabó en tragedia.

Esa noche, Yajaira estaba entregada al gozo de un domingo festivo. Una amiga cumplía años, ocasión más que suficiente para bailar, darse un par de tragos, escuchar bachata a todo pulmón. Pero Ricardo la acechaba. Se enteró -no se sabe cómo- del lugar bullanguero en que estaba la mujer. Allí se apareció con el arma bien escondida, acaso para disimular los celos que bullían en su interior.

Llegó para exigirle a Yajaira que se fuera con él, que abandonara el lugar, para ofrecerle una nueva noche de placer. Reconcomido por los celos, que en él subían de temperatura, discutió unos minutos con el coro de Yajaira, que trataban de protegerla de ese monstruo de ira y violencia.

Ella sabía que el hombre era un tirano del amor, pero nunca pensó que sería capaz de convertirse en asesino. Los celos no siempre terminan en sangre: hay una desconfianza menos colérica que otra, y algunos sacian su tirria en sí mismos. Cómo consiguió el arma es algo que se discute: no hay certeza cierta, se ignora la transacción bélica. Que el hijo fuera un famoso pelotero le daba a él cierta protección, cierta herradura para actuar de cualquier manera. Lo que tenía que resolver por la fuerza, así lo resolvía. No le importaba embestir a una mujer, un cuerpo débil y frágil, capaz de sucumbir a un puñetazo o disparo de fuego.

El hombre estalló en cólera por la negativa inquebrantable de la mujer. Rodeado de los amigos de Yajaira, subía de tono, hablaba cada vez más airado y enfurecido. La ira apenas asomaba a su rostro oscuro, más oscurecido aún por la noche sombría. De repente, se zafa de su moto, da un par de pasos y saca su pistola. Descubriendo su apetito sangriento, una mujer intenta detenerlo, le va arriba, forcejea, le grita que no lo haga.

Pero el despiadado Ricardo, ajeno a todo clamor, dispara con la mujer abalanzada sobre él. Yajaira queda inmóvil, atónita, boquiabierta, como petrificada: por un momento perdió la noción del tiempo, no se dio cuenta de dónde estaba, ni del destino asqueroso que la devoraba. Solo atinó a cubrirse la cabeza con las manos, sorprendida por la inminencia del peligro. El peligro se le acercaba peligrosamente, como un perro hambriento que va sobre su presa.

Sonaron dos disparos, se anunció lo peor. Al soltar esos dos cañonazos, el hombre se quitó a la mujer de encima, y le fue arriba a su presa petrificada. Un primer disparo la alcanzó apenas, mientras Ricardo siguió disparando más cerca cada vez, a quemarropa quemando el gatillo. Dos balazos más completaron el crimen, saciaron los despiadados celos del criminal. El machazo se convirtió en feminicida. La mujer cayó derribada, sin aliento ya, sobre el pavimento ensangrentado. El negocio dejó de sonar la música coqueta y bullanguera. El cumpleaños se volvió tragedia.

Ahora, el hombre es buscado por todas partes. Puede desaparecer por aire, tierra o mar, tan cerca de la costa este. Sin embargo, cuando la Policía quiere resolver un caso, lo resuelve y encuentra al culpable hasta debajo de la tierra.

Una nueva prueba de fuego para la sonada Policía.

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